Vivo en una delgada línea entre la fantasía y el mundo real, quiero decir que crecí acostumbradx a traer íconos que veía en el cine y la televisión a mi vida cotidiana: arquetipos y estereotipos que se fueron involucrando en mi comportamiento y construyeron parte de mi identidad y la de muchxs de mis contemporánxs. Soy parte de esa generación en transición que se desplazó del álbum fotográfico familiar, años antes de empezar el siglo XXI, a un mundo tecnológico gobernado por la televisión a color en formato 4:3 en los hogares promedio de las ciudades latinoamericanas.

La televisión a color que había en casa en la década de los noventa era una enorme caja negra, pesada, de treinta y dos pulgadas, marca Toshiba, que incluía un novedoso control remoto responsable de modificar la forma de interactuar con el objeto: podíamos controlar todas sus funciones desde un mismo lugar, pero ahora sin tocarlo. Rápida e inconscientemente el control remoto se convirtió en una extensión de nuestros cuerpos que nos permitía sentir a la televisión como un objeto íntimo capaz de hablarnos cuándo se lo pedíamos.

Cuando encendemos la televisión, ésta nos permite naufragar entre un abanico de situaciones que despiertan o cuestionan nuestros más profundos deseos. No conozco el mundo sin televisión y crecí bajo el sistema televisivo que existe en el centro de la cultura mediática consumiendo “los modelos de lo que significa ser hombre o mujer, tener éxito o fracasar, ser poderoso o impotente” y “los materiales con los que mu­chas personas construyen sus nociones de clase, etnicidad y raza, nacionali­dad, sexualidad; de ‘ellos’ y ‘nosotros''' reconociéndonos en la televisión cambiamos nuestra actitud hacia la realidad.